Caí sin remedio
en un jueves
en un tiempo
caí
sin orden ni espacio
ni oídos ni brazos
caí absolutamente
no escuché ya más voces
no sentí ya más cuerpo
no conté ya más nombres.
lunes, noviembre 24
sábado, octubre 18
No va pensando en nada, más allá de su asiento y su ventana. Las formas se le aparecen superpuestas, confundidas: una pared azul es una cortina vieja, una madre acunando un niño es un árbol con una sola flor, un cristal sin limpiar es de pronto la letra que falta en un cartel. La piel de su mano se apoya en su rodilla, sin fuerza, confiando en el movimiento por momentos intranquilo del viejo ómnibus. Y los ojos siguen más abiertos que nunca, capturando todas las imágenes en una sola, mental, pasajera, que olvidará pronto y sin esfuerzo. Ojos que desde algún lugar parecen castaños al igual que su pelo, pero que podrían ser verdes. Un reflejo, un destello en el vidrio, infunde la sospecha que la sombra repetidamente intenta esconder.
El viaje continúa sin apuro, se despeina en el respaldo, los hijos, la cena, lo que falta comprar, la soledad de un cuarto. La espera e ilusión se ven claramente en sus ojos ahora cerrados y su postura cómoda y distante, que seguro pretende enmarcar sus recuerdos en un contexto que no incluya a su compañero de viaje, ni al techo gris de plástico, ni siquiera al paisaje que corre a su derecha. Si fuera posible hubiera también aislado el sonido del motor. Y la forma de su cuerpo sobre aquella silla.
Hubiera seguido cayendo hacia adentro sin aquellos límites impuestos por el ómnibus que, tosco, se movía indeciso sobre cuatro ruedas, llevando un poco más que tornillos y chapas en su interior.
El viaje continúa sin apuro, se despeina en el respaldo, los hijos, la cena, lo que falta comprar, la soledad de un cuarto. La espera e ilusión se ven claramente en sus ojos ahora cerrados y su postura cómoda y distante, que seguro pretende enmarcar sus recuerdos en un contexto que no incluya a su compañero de viaje, ni al techo gris de plástico, ni siquiera al paisaje que corre a su derecha. Si fuera posible hubiera también aislado el sonido del motor. Y la forma de su cuerpo sobre aquella silla.
Hubiera seguido cayendo hacia adentro sin aquellos límites impuestos por el ómnibus que, tosco, se movía indeciso sobre cuatro ruedas, llevando un poco más que tornillos y chapas en su interior.
sábado, agosto 23
Confesión
Dos veces
calculé la distancia entre mi horizonte
y esas olas.
Para estar segura
dejé una hoja en blanco
y expuse
algunas teorías.
Quise cerciorarme y llevé
mi cuerpo hasta el mar
cargué en la mochila
semicírculos y compases.
Dos veces.
Y te regalé los papeles
para hacerte entender.
calculé la distancia entre mi horizonte
y esas olas.
Para estar segura
dejé una hoja en blanco
y expuse
algunas teorías.
Quise cerciorarme y llevé
mi cuerpo hasta el mar
cargué en la mochila
semicírculos y compases.
Dos veces.
Y te regalé los papeles
para hacerte entender.
viernes, julio 4
lunes, junio 30
martes, junio 10
viernes, mayo 9
No puede ser cierto. Ya lo dije hace tiempo, lo repito. Pateo las hojitas desnudas y muertas y parece que estoy llamando a los problemas. Qué pasa. Trato de sincerarme conmigo misma. Es que con el tiempo he empezado a creer que los recuerdos son parte de algo que no puedo manejar. Hoy escuché mezclado en una canción un instrumento hermoso. Pero viniste antes a mi memoria, con tu cd en la mano, trayéndome aquella música que hoy se retuerce de silencio en mi cajón.
Algunas cosas tienen que terminar así. Imposible borrar los rastros de las huellas, los restos de equipaje que quedaron en el camino, los que quisiste dejarme, y esos otros que dejaste sin querer, en un descuido, palabritas y gestos llenos de algo indescriptible que me decía: hay que creer. Y cada vez que te veía venir hacia mí, o esperarme, creía. No sé explicar bien en qué. Y de nuevo me decía, no. No puede ser cierto.
No lo fue. No fueron ciertos los abrazos, no fue cierta tu sonrisa, no fue cierto nada de lo que hicimos ni nada de lo que pudimos llegar a hacer. No fueron ciertas las palabras que hablaban de futuro. Convenceme, olvido. Convenceme de que nada de eso. Convencé al instrumento éste de que no tiene nada que ver un beso con una nota musical. Decile a mi memoria, decile a los recuerdos, decile a estas hojitas tristes que olviden. Para eso tendrían que desteñir su color amarillo.
Y perder su belleza.
Algunas cosas tienen que terminar así. Imposible borrar los rastros de las huellas, los restos de equipaje que quedaron en el camino, los que quisiste dejarme, y esos otros que dejaste sin querer, en un descuido, palabritas y gestos llenos de algo indescriptible que me decía: hay que creer. Y cada vez que te veía venir hacia mí, o esperarme, creía. No sé explicar bien en qué. Y de nuevo me decía, no. No puede ser cierto.
No lo fue. No fueron ciertos los abrazos, no fue cierta tu sonrisa, no fue cierto nada de lo que hicimos ni nada de lo que pudimos llegar a hacer. No fueron ciertas las palabras que hablaban de futuro. Convenceme, olvido. Convenceme de que nada de eso. Convencé al instrumento éste de que no tiene nada que ver un beso con una nota musical. Decile a mi memoria, decile a los recuerdos, decile a estas hojitas tristes que olviden. Para eso tendrían que desteñir su color amarillo.
Y perder su belleza.
martes, mayo 6
Llegué a tu casa aquel día con el ruido del ómnibus todavía en las orejas, el mareo que produce la ciudad y la gente, que va masticando el sueño todas las mañanas entre mochilas y semáforos.
Tuve cuidado. A esa hora por lo general dormías o no querías que te ensuciaran el piso de baldosas rojas recién limpio. Así que tuve cuidado. El olor a incienso se sentía ya desde afuera. Toqué tres veces, con cuidado.
Me fui de tu casa sin entender nada. Bajando por las escaleras pensé que aquella luz amarronada seguramente me haría acordar para siempre al mes de julio. Te oí llorar cuando iba por el segundo piso, cuando el eco de mis pasos ya se hacía más evidente. Seguí hasta la puerta y me fui, me di de cara contra el viento, disimulé las lágrimas en el viaje de vuelta, intentando no caerme entre mochilas y semáforos, que para ese entonces ya comenzaban a desaparecer, junto con la ciudad y la gente, nada más desaparecer.
Tuve cuidado. A esa hora por lo general dormías o no querías que te ensuciaran el piso de baldosas rojas recién limpio. Así que tuve cuidado. El olor a incienso se sentía ya desde afuera. Toqué tres veces, con cuidado.
Me fui de tu casa sin entender nada. Bajando por las escaleras pensé que aquella luz amarronada seguramente me haría acordar para siempre al mes de julio. Te oí llorar cuando iba por el segundo piso, cuando el eco de mis pasos ya se hacía más evidente. Seguí hasta la puerta y me fui, me di de cara contra el viento, disimulé las lágrimas en el viaje de vuelta, intentando no caerme entre mochilas y semáforos, que para ese entonces ya comenzaban a desaparecer, junto con la ciudad y la gente, nada más desaparecer.
lunes, abril 7
- Si podés, avisale a mamá que ya nos vamos!
Busqué apurada las monedas adentro del cajón de la mesa de luz. Revisé las persianas. Estaba todo bien, moví un poco la silla del escritorio, para dar un aspecto más ordenado al cuarto. Además, la alfombra.
- Me oís?
La sentí tocar el piano.
Algunas notas indecisas primero, después ya más segura. Desde donde estaba no podía verla. Me sorprendí porque ya nos estábamos yendo, y además porque era un día de otoño, como cualquier otro, y me acababa de dar cuenta de que es una mentira: las hojas se desprenden por otra cosa de los árboles, ese crujir en el piso cerquita de las raíces tiene que ser más una búsqueda que un final.
Me puse las sandalias y me acerqué despacito hasta la puerta de mi cuarto. Escaleras abajo colgaba su bufanda. Y esas notas. Sus notas. También parecían querer subir por los escalones pero chocaban entre sí, jugaban carrera, se volvían locas por estar más y más arriba, y de repente se dejaban ir hacia atrás, de espaldas, sin miedo.
Cuando apareciste ahí, y agarraste sin más la bufanda para irnos, te grité que tuvieras cuidado y empezaste a subir. Escalón por escalón, con el abrigo en la mano. Nota por nota, cada vez más cerca. – Bajemos, vamos. Decís. Como las hojas. Con la misma paciencia que esperan el momento para caer del árbol. Casi con la misma suavidad con la que después se dejan mover por el viento.
- Me oís?
Busqué apurada las monedas adentro del cajón de la mesa de luz. Revisé las persianas. Estaba todo bien, moví un poco la silla del escritorio, para dar un aspecto más ordenado al cuarto. Además, la alfombra.
- Me oís?
La sentí tocar el piano.
Algunas notas indecisas primero, después ya más segura. Desde donde estaba no podía verla. Me sorprendí porque ya nos estábamos yendo, y además porque era un día de otoño, como cualquier otro, y me acababa de dar cuenta de que es una mentira: las hojas se desprenden por otra cosa de los árboles, ese crujir en el piso cerquita de las raíces tiene que ser más una búsqueda que un final.
Me puse las sandalias y me acerqué despacito hasta la puerta de mi cuarto. Escaleras abajo colgaba su bufanda. Y esas notas. Sus notas. También parecían querer subir por los escalones pero chocaban entre sí, jugaban carrera, se volvían locas por estar más y más arriba, y de repente se dejaban ir hacia atrás, de espaldas, sin miedo.
Cuando apareciste ahí, y agarraste sin más la bufanda para irnos, te grité que tuvieras cuidado y empezaste a subir. Escalón por escalón, con el abrigo en la mano. Nota por nota, cada vez más cerca. – Bajemos, vamos. Decís. Como las hojas. Con la misma paciencia que esperan el momento para caer del árbol. Casi con la misma suavidad con la que después se dejan mover por el viento.
- Me oís?
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