lunes, abril 7

- Si podés, avisale a mamá que ya nos vamos!

Busqué apurada las monedas adentro del cajón de la mesa de luz. Revisé las persianas. Estaba todo bien, moví un poco la silla del escritorio, para dar un aspecto más ordenado al cuarto. Además, la alfombra.

- Me oís?

La sentí tocar el piano.

Algunas notas indecisas primero, después ya más segura. Desde donde estaba no podía verla. Me sorprendí porque ya nos estábamos yendo, y además porque era un día de otoño, como cualquier otro, y me acababa de dar cuenta de que es una mentira: las hojas se desprenden por otra cosa de los árboles, ese crujir en el piso cerquita de las raíces tiene que ser más una búsqueda que un final.

Me puse las sandalias y me acerqué despacito hasta la puerta de mi cuarto. Escaleras abajo colgaba su bufanda. Y esas notas. Sus notas. También parecían querer subir por los escalones pero chocaban entre sí, jugaban carrera, se volvían locas por estar más y más arriba, y de repente se dejaban ir hacia atrás, de espaldas, sin miedo.

Cuando apareciste ahí, y agarraste sin más la bufanda para irnos, te grité que tuvieras cuidado y empezaste a subir. Escalón por escalón, con el abrigo en la mano. Nota por nota, cada vez más cerca. – Bajemos, vamos. Decís. Como las hojas. Con la misma paciencia que esperan el momento para caer del árbol. Casi con la misma suavidad con la que después se dejan mover por el viento.

- Me oís?