viernes, mayo 9

No puede ser cierto. Ya lo dije hace tiempo, lo repito. Pateo las hojitas desnudas y muertas y parece que estoy llamando a los problemas. Qué pasa. Trato de sincerarme conmigo misma. Es que con el tiempo he empezado a creer que los recuerdos son parte de algo que no puedo manejar. Hoy escuché mezclado en una canción un instrumento hermoso. Pero viniste antes a mi memoria, con tu cd en la mano, trayéndome aquella música que hoy se retuerce de silencio en mi cajón.

Algunas cosas tienen que terminar así. Imposible borrar los rastros de las huellas, los restos de equipaje que quedaron en el camino, los que quisiste dejarme, y esos otros que dejaste sin querer, en un descuido, palabritas y gestos llenos de algo indescriptible que me decía: hay que creer. Y cada vez que te veía venir hacia mí, o esperarme, creía. No sé explicar bien en qué. Y de nuevo me decía, no. No puede ser cierto.

No lo fue. No fueron ciertos los abrazos, no fue cierta tu sonrisa, no fue cierto nada de lo que hicimos ni nada de lo que pudimos llegar a hacer. No fueron ciertas las palabras que hablaban de futuro. Convenceme, olvido. Convenceme de que nada de eso. Convencé al instrumento éste de que no tiene nada que ver un beso con una nota musical. Decile a mi memoria, decile a los recuerdos, decile a estas hojitas tristes que olviden. Para eso tendrían que desteñir su color amarillo.

Y perder su belleza.

martes, mayo 6

Llegué a tu casa aquel día con el ruido del ómnibus todavía en las orejas, el mareo que produce la ciudad y la gente, que va masticando el sueño todas las mañanas entre mochilas y semáforos.
Tuve cuidado. A esa hora por lo general dormías o no querías que te ensuciaran el piso de baldosas rojas recién limpio. Así que tuve cuidado. El olor a incienso se sentía ya desde afuera. Toqué tres veces, con cuidado.

Me fui de tu casa sin entender nada. Bajando por las escaleras pensé que aquella luz amarronada seguramente me haría acordar para siempre al mes de julio. Te oí llorar cuando iba por el segundo piso, cuando el eco de mis pasos ya se hacía más evidente. Seguí hasta la puerta y me fui, me di de cara contra el viento, disimulé las lágrimas en el viaje de vuelta, intentando no caerme entre mochilas y semáforos, que para ese entonces ya comenzaban a desaparecer, junto con la ciudad y la gente, nada más desaparecer.