sábado, octubre 18

No va pensando en nada, más allá de su asiento y su ventana. Las formas se le aparecen superpuestas, confundidas: una pared azul es una cortina vieja, una madre acunando un niño es un árbol con una sola flor, un cristal sin limpiar es de pronto la letra que falta en un cartel. La piel de su mano se apoya en su rodilla, sin fuerza, confiando en el movimiento por momentos intranquilo del viejo ómnibus. Y los ojos siguen más abiertos que nunca, capturando todas las imágenes en una sola, mental, pasajera, que olvidará pronto y sin esfuerzo. Ojos que desde algún lugar parecen castaños al igual que su pelo, pero que podrían ser verdes. Un reflejo, un destello en el vidrio, infunde la sospecha que la sombra repetidamente intenta esconder.
El viaje continúa sin apuro, se despeina en el respaldo, los hijos, la cena, lo que falta comprar, la soledad de un cuarto. La espera e ilusión se ven claramente en sus ojos ahora cerrados y su postura cómoda y distante, que seguro pretende enmarcar sus recuerdos en un contexto que no incluya a su compañero de viaje, ni al techo gris de plástico, ni siquiera al paisaje que corre a su derecha. Si fuera posible hubiera también aislado el sonido del motor. Y la forma de su cuerpo sobre aquella silla.
Hubiera seguido cayendo hacia adentro sin aquellos límites impuestos por el ómnibus que, tosco, se movía indeciso sobre cuatro ruedas, llevando un poco más que tornillos y chapas en su interior.