martes, enero 18

A la orilla

En los días quietos
la luz entra repentinamente 
por la ventana
y ahí se queda, 
como un mar que espera
en calma
la siguiente ola.

Mis pies se hunden
en el colchón amarillento
sobre una sábana mal puesta
(pienso que también
esperan algo
mientras doblo aún más los dedos
y mi cintura se afloja
involuntariamente).

En los días quietos
no hay verdad, ni siquiera
una verdad pasajera
para conversar sobre ella.

Hay el resto de un día anterior
que resuena impreciso.
Es como que se tiene la sospecha
la suposición de un ayer.

Suficiente para ver en la luz una ilusión
y sostenerse al margen de las olas
y a la orilla de la espera.

El nombre

Una vez, mientras dormías, 
escuché la voz del viento.

Era feroz y pasaba insistente
a través de los postigos de la casa.
Sonaba como un filo sutil
dando órdenes precisas.
Luego se atoraba en
las rendijas como a punto
de ahogarse.

De pronto lo hice.
En el espeso aire 
del cuarto
estiré mi mano
y escribí en un temblor el nombre.
Algo muy leve rozó mi piel.

Por la mañana
despertaste sin sueño
y me miraste con desprecio.

Viste asomarse en mí
la virtud de la desdicha.