sábado, febrero 19

La inutilidad del nombre

 ¿Por qué te importa tanto el nombre? Me preguntó más de una vez. Yo no sabía explicarlo. Me importaba y punto. Me importaba al darle la mano, al acercarme por un beso, al verlo riéndose de cualquier cosa al lado mío. La verdad es que no soportaba casi oler su perfume sin pensar en el nombre, una y otra vez.

Sacaba el tema en cualquier momento, en cualquier contexto. Él me miraba, algunas veces -las primeras- de forma tierna y disimulando la sorpresa, otras -las últimas- visible y ampliamente desconcertado.

Yo no me lo podía sacar de la cabeza. Amigos, familia, todos preguntando y yo sin respuestas para dar. ¿Y? ¿Formalizaron? Mi abuela era una de las más insistentes. No entendía cómo todavía no lo había llevado a casa. ¿Y el dragoncito? Me preguntaba, y los ojos negros le brillaban con esa picardía infantil que siempre tuvo. Quería conocerlo.

Pero eso, me habían explicado en casa, llevaba tiempo: primero teníamos que “ser algo”, y sin nombre, no éramos nada.

Más tarde yo me lo reprocharía tristemente, día y noche, hasta el punto en que los demás, cansados de verme hacer todo entre tanta lágrima y tanto moco, me dirían con tristeza que ya era suficiente, que siendo tan joven no valía la pena, que ya vendrían nuevas experiencias. Entonces yo aprendería a esperar la llegada de la noche para poder llorar sin dar explicaciones.

Pero por aquellos días primaverales no me importaba otra cosa.

Me es imposible obviarlo: días más primaverales que esos, no hubo más. Nunca. Era el nacimiento de todo. Por primera vez me gustaba alguien y además ese alguien me correspondía. Adoraba que me abrazara sin preguntármelo, la profundidad de sus ojos, el silencio que nos iba arrimando lenta, sigilosamente. Caminamos más de una vez por 18 de julio y todavía hacía calor en la noche. Me gustaba poner atención en nuestro reflejo sobre las vidrieras y sin proponérmelo, a un mes de conocernos, me imaginaba futuros años de feliz noviazgo.

Una noche, llevé un poema escrito por mí en un marcador de libros. No tenía mayores expectativas, sólo quería regalárselo. Que lo tuviera. Que tuviera algo hecho por mí. Lo miró, lo leyó y guardó silencio. Después de un rato y con una sonrisa dijo que en realidad nunca usaba marcadores, que si yo le daba permiso se lo guardaba en la mesa de luz. Yo asentí en silencio. Y, mientras lo hacía, pensaba en el nombre.

Supongo que, de algún modo, se dio cuenta. Mi insistencia fue tomando un espesor considerable, un apuro febril e inconsistente provocado por exigencias de todo tipo que, en realidad, no me concernían en absoluto, ni yo podía entender hasta qué punto me eran ajenas.

En un último y -para mí- dramático encuentro me explicó que no era necesario ningún nombre porque nos faltaba tiempo y no era el tiempo del reloj, pero que se había cansado de decírmelo. Entonces le pedí que no se fuera, que los nombres ya no me importaban más, pero me explicó muy serio que llegaba tarde a clase. Y se fue.

Hurgué en su rostro por las noches. Hurgué en mi cuerpo un gesto suyo, un aroma. Le escribí, lo esperé, lo lloré. Lo lloré tanto que los demás, cansados de verme hacer todo entre tanta lágrima y tanto moco, me dijeron con tristeza que ya era suficiente, que siendo tan joven no valía la pena, que ya vendrían nuevas experiencias. Entonces yo me hundí en la llegada de la noche para poder llorar sin dar explicaciones.


miércoles, febrero 9

Un lugar ajeno

Estoy buscando
quebrarme al fin
por lo angosto
de mis piernas.

Tengo el pecho rogando
pidiendo por favor
ser sabido o nacer.

Ser sabido desde cerca
o nacer
por vez primera.

No respondo del todo
a esto que me pasa.
Es como si volara alto
hacia un lugar ajeno.

Demora apenas
la voz del cuerpo
en la hermosa hondura
del mecerse lento
y al fin, calladamente
me quiebro.

Ocurre muy despacio
como si no existiera el tiempo
mientras vos
esperás atentamente
y sospechás triunfante
que en ese breve instante
yo te pertenezco.